Minutos antes de partir en su primer viaje hacia el sur, María Grulla ya
se sentía agotada. Había dejado el asunto de los trámites para último momento,
por lo que había pasado los días previos volando de acá para allá, entre
papeles, sellos y firmas certificadas: del correo al consulado, de la Dirección
de Migraciones a la fotocopiadora, de la fotocopiadora al consulado y de vuelta
al correo.
Al momento de gestionar la visa, tuvo que completar los formularios decenas de veces, pues en el apuro, su inexperiencia juvenil le hacía confundir todas las categorías, y terminaba mareada preguntándose si su especie era de las que migraban transitoria, temporaria o permanentemente.
Por suerte, había llegado a resolver todo, y tenía sus documentos listos y en orden. Ahora solo quería dormirse una siestita antes de despegar. Pero era imposible: todas sus hermanas mayores estaban alborotadísimas y no paraban de mover el pico. Que en cinco minutos salimos. Que el pronóstico anuncia viento a favor. Que por favor, no se le ocurra a ninguna desbandarse. Que sobrevolar el Pacífico da mucha paz. Que los animales que se ven en otras latitudes son rarísimos. Que dicen que hay una nueva especie de bípedo implume con pulgares oponibles que…
El momento había llegado: las hermanas que encabezaban la formación ya estaban en el aire. Las que estaban a su lado, seguían conversando sobre esos extraños seres, parecidos a los simios, pero más erguidos. María Grulla se había despabilado un poco, más por la curiosidad que le producía la charla que obligada por la inminente partida. Lo último que alcanzó a escuchar acerca de los pitecantronoséqués antes de desplegar sus alas fue “se desplazan libremente”, y fue entonces que, con un suspiro profundo, remontó el vuelo deseando ser de esa flamante clase de bichos que vagaban por ahí sobre sus dos patas sin conocer en absoluto aún el significado de las fronteras.
Al momento de gestionar la visa, tuvo que completar los formularios decenas de veces, pues en el apuro, su inexperiencia juvenil le hacía confundir todas las categorías, y terminaba mareada preguntándose si su especie era de las que migraban transitoria, temporaria o permanentemente.
Por suerte, había llegado a resolver todo, y tenía sus documentos listos y en orden. Ahora solo quería dormirse una siestita antes de despegar. Pero era imposible: todas sus hermanas mayores estaban alborotadísimas y no paraban de mover el pico. Que en cinco minutos salimos. Que el pronóstico anuncia viento a favor. Que por favor, no se le ocurra a ninguna desbandarse. Que sobrevolar el Pacífico da mucha paz. Que los animales que se ven en otras latitudes son rarísimos. Que dicen que hay una nueva especie de bípedo implume con pulgares oponibles que…
El momento había llegado: las hermanas que encabezaban la formación ya estaban en el aire. Las que estaban a su lado, seguían conversando sobre esos extraños seres, parecidos a los simios, pero más erguidos. María Grulla se había despabilado un poco, más por la curiosidad que le producía la charla que obligada por la inminente partida. Lo último que alcanzó a escuchar acerca de los pitecantronoséqués antes de desplegar sus alas fue “se desplazan libremente”, y fue entonces que, con un suspiro profundo, remontó el vuelo deseando ser de esa flamante clase de bichos que vagaban por ahí sobre sus dos patas sin conocer en absoluto aún el significado de las fronteras.